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Por Luis Funes
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El traje nuevo del emperador:
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de Bong Joon-Ho
Reseñas Negras
por El Negro Viglietti
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Quilombazo
Nro 1
Fanzine
por Quilombazo Editorial
Lo último que escuchó antes de comenzar su vida nuevamente, fue el perseverante pitido
intermitente de la máquina a la que estaba conectado. La molestia que le causaba ese sonido
fue inmediatamente sustituida por una inmensa sensación de paz. Sintió una repentina
relajación en todos sus miembros y la impresión que estaba flotando en el aire. A lo
lejos, distinguió un destello. Estaba tan distante que era sólo un pequeñísimo punto en un
horizonte imperceptible por la oscuridad, que parecía devorarlo todo a excepción de la luz
que le inspiraba un deseo enorme de dirigirse hacia ella. Entre las tinieblas, caminó, o flotó,
con la vista fija en su objetivo luminoso.
Cuando por fin estuvo frente a esa hermosa luz, intentó tocarla con su mano. Pero
antes de que eso ocurriera, la luz comenzó a expandirse y a brillar con una intensidad tal
que le lastimaba los ojos. La luz lo atrapó en su inmensidad y sintió que algo, o quizás
alguien, lo jalaba. Y volvió a vivir el momento en que nacía ante varios médicos que lo
observaban tras unos barbijos celestes. En la cama, acostada, vio a su madre que,
preocupada al no escuchar su llanto, preguntaba cómo estaba su bebé. Vio a su tía
llevándole el cachorro como regalo de su cuarto cumpleaños, una tarde en que el invierno
hacía sentir todo su rigor. Pudo sentir nuevamente el sabor de los enormes trozos de pan
casero con manteca y dulce de leche y de las chocolatadas calientes que le preparaba su
abuela. Recibió la ostia del padre Federico y sintió, otra vez, la aspereza de esa “galleta” sin
sabor en su boca. Volvió a sonrojarse después de que Marcia, la hija de la verdulera, lo
besara en la comisura de los labios, quizá por un descuido involuntario, luego de que le
regresara el monedero que había perdido.
Estudió los problemas de geometría, “vitales para la vida cotidiana”, como rezaba
su maestra, y volvió a llorar ante la imposibilidad de resolver uno de ellos. Tornó a ganar
veintiséis figuritas en una tarde afortunada y el “Gordo” Matías le pegó, nuevamente,
porque lo escuchó llamarlo por su apodo.
Volvió a ingresar al secundario y a cantar el Himno en los aburridísimos actos del
colegio. Aprendió el teorema de Pitágoras, con sus catetos e hipotenusa, el “debe” y el
“haber” y las oraciones coordinadas y subordinadas. Se puso de novio con Marcela, luego
con Celia, con María del Carmen y con Emma, quien lo engañó y tuvo el valor de decírselo.
Experimentó, de nuevo, la extraña sensación de haber visto antes a esos dos muchachos que
peleaban en el potrero que estaba a dos cuadras de su casa, y al comentárselo a uno de sus
compañeros aprendió que eso se llama déjà vu. Estuvo dos días enteros pensando en cómo
era posible que pudiese “recordar” algo que nunca antes había visto.
Encontró trabajo como oficinista y conoció nuevamente a Mabel en el bar de la
esquina. Se casó con ella luego de tres años de noviazgo. Presenció, otra vez, el parto de su
primer hijo Sebastián y volvió a desmayarse. Mabel le hizo los mismos chistes cuando él la
llevó del hospital a su casa y él se rió a la fuerza. Nació su segundo hijo, a quien llamó
Federico sin saber de dónde recordaba ese nombre.
Volvió a sufrir por la muerte de su madre y pensó que, afortunadamente, no
recordaba la muerte de su padre, quien había fallecido cuando él era aún un niño muy
pequeño. De nuevo, salió de vacaciones a Disneylandia junto a sus hijos y esposa. Sacó
muchas fotos y perdió la valija en donde tenía guardados los rollos para revelar. Lloró el
día en que descendió su equipo y festejó cuando descendió el equipo rival.
Volvió a discutir con su mujer por cuestiones económicas y salió enojado con su
auto. Pisó el acelerador mientras pensaba en lo absurdo de la pelea y, otra vez, perdió el
control y chocó contra el árbol. Volvió a estar en estado de coma y, antes de morir,
nuevamente escuchó el perseverante pitido intermitente de la máquina a la que estaba
conectado. Volvió a sentir la paz y la sensación de estar flotando en el aire. A lo lejos,
pareció distinguir otra vez un destello y sintió la necesidad de dirigirse hacia él. Cuando
estuvo frente a esa luz que se expandió con un tremendo brillo que casi lo cegó y que lo
abrazó con su inmensidad, volvió a vivir el momento en que nacía ante varios médicos que
lo observaban tras sus barbijos celestes.
Vida eterna
De diego valdez
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