CINE
La muerte como una eterna soledad:
Pulse (Kairo)
Reseñas Negras
por El negro viglietti
En 1967, Arthur Koestler, autor de libros de Filo y Psicología, escribió uno llamado Ghost in the machine. En él intentó explicar la tendencia a la autodestrucción que tiene el género humano en términos colectivos e individuales, atravesados por categorías filosóficas y funcionales, exponiendo las corrientes cíclicas histórico-políticas que justifican dicho comportamiento; la misma encontraba su pico más pronunciado durante el escenario de un inminente holocausto nuclear (recordemos que estamos en el 67, cuatro años después del asesinato de Kennedy y cinco de la crisis de los misiles). La expresión, propiamente dicha, deviene de comprender a la violencia (mediante los planteos de Koestler) como algo inherente a la estructura del cerebro humano; algo que, dadas las condiciones específicas, puede superar y anular la racionalidad para actuar por su parte.
Asimismo, la crítica que hace Koestler al dualismo Cartesiano del problema cuerpo-mente tiene que ver con lo que él interpreta como un hólon, un término acuñado para explicar que no existen, en la práctica, unidades separadas y segmentadas (cuerpo y mente), sino que todas las cosas son, a su vez, una unidad completa y parte de una superestructura más grande, sin que cualquiera de las dos categorías sea más importante que la otra. Esta concepción calza como anillo al dedo en el film que analizamos hoy porque nos narra, en el albor del siglo XXI y pasada otra gran crisis de pánico (la del Y2K), una forma de interpretar no sólo a las personas como una unidad completa, sino como parte de una estructura que los contiene y los significa.
La historia, que podría leerse como de terror, es en realidad de una desesperación existencialista profunda. Asistimos a la vida de varios protagonistas y líneas de historias paralelas, donde personajes (cuya identidad tranquilamente podría quedar en el anónimo) nos cuentan, casi sin quererlo, la relación que están teniendo con esa red incipiente en su masificación que es internet, y en el aislamiento que deviene de pasar mucho tiempo ocupado con computadoras. Arranca contándonos la historia de un chico, amigo de un grupo de trabajadores, que está desaparecido de la vista hace tiempo y tenía que terminar de trabajar en un disco (diskette para los viejitos). Uno de los trabajadores va a buscarlo a su apartamento y lo encuentra, misteriosamente callado pero con el trabajo terminado. Acto seguido, y en menos de quince minutos, el pibe se suicida ahorcándose. Este suicidio dispara que los trabajadores amigos comiencen a reconstruir la vida de este pibe antes de que se matara en un intento infructuoso de comprender sus motivos (si es que hay alguno), encontrando en el proceso más preguntas que respuestas.
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Pero esta no queda ahí; hay otra historia, en paralelo, de un estudiante universitario que se conecta a internet via dial-up (googleen este sonido infernal, los más jóvenes), pero cuya computadora comienza a funcionar sola (conectándose por su cuenta y mostrando una web específica), estableciendo de alguna manera una comunicación con un sitio desconcertante. Hay un tema con el desconocimiento: el estudiante no sabe mucho sobre computadoras, así que pregunta y pide asistencia a amigos primero y a una docente después. Los hechos comienzan a escalar, ya que vemos una relación entre ambas líneas; hay una “habitación prohibida” que varios personajes se esfuerzan en hallar para ingresar y/o para sellar su entrada con cinta roja, la misma habitación que se ve, de a ratos y en segmentos, en los sitios web. Hay un loop de imágenes filmadas en el departamento del suicida, y hay una serie de videos (también en loop) sobre personas que parecen no saber que son filmadas.
Esta película, clara precursora de muchos films que luego se aferraron más a las estructuras elementales del terror y el susto barato para julepear desde lo tecnológico, pertenece a esa extraña vanguardia que advierte intencionalmente sobre los peligros de las nuevas tecnologías. En este caso, el peligro del aislamiento, la soledad y la pérdida de vínculos y relaciones afectivas parece acusar que el denominador común del post-modernismo no sólo es la individuación, sino también la apatía y la pérdida del deseo. Como dice uno de los personajes explícitamente durante una explicación, remitiendo a la idea de Koestler de que todo es una unidad y parte de algo más grande, “el espacio que ocupan es limitado y debe haber llegado a su límite, por lo que lógicamente deberían estar ocupando otro espacio”.
Es curioso, también, que de un país como Japón cuya concepción dualista de complementarios, devenida de un taoísmo que entiende la reciprocidad y la transformación como partes naturales de procesos específicos, tengamos una visión desde donde dialoga un cyberpunk (existencialista casi por naturaleza) con una atmósfera terrorífica supernatural. De hecho, la excusa es lo sobrenatural para poder explicar los usos “antinaturales” de la tecnología. Podemos leer, así, que los fantasmas nuevos existen porque existe la tecnología, o que la tecnología existe para suplir la necesidad de un “más allá” superpoblado que necesita ser revisitado cuanto antes.
Así las cosas, Pulse es una película que puede resultar lenta o pesada para el espectador desprevenido, pero que es un viaje hermoso a lo profundo del abismo aislacionista que representa el peligro de la interconectividad en red, que recién nacía de manera masificada y devendría en estos resquicios donde nos seguimos hallando. Un peligro que, como se expone perfectamente en el Perfect Blue de Satoshi Kon, halla su pie en el día a día, en la raíz más cotidiana del miedo. Porque, seamos sinceros, ¿qué es más terrorífico que perder el límite entre lo real y lo imaginario? La asoladora soledad que se respira en toda la película da cuenta (sobradamente) del terror al abismo. Nos queda (re)conectarnos con la gente que nos rodea, nos quiere y se preocupa por nosotros. A menos que, como dicen en algún momento por aquí, decidamos seguir adelante con lo que los fantasmas nos narran.
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