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CULTURA INDEPENDIENTE

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Las historias de nuestro propio folklore apelan siempre a un sentido de la cercanía con lo popular y lo refinado, una forma de acercarnos a un todo intangible que nos hace herederos de un montón de lugares de comunes a los que podemos elegir suscribir o dejar de lado de manera más o menos selectiva. Hasta no hace demasiado tiempo, los orígenes de una persona determinaban bastante categóricamente su acervo cultural (cosa que sigue pasando al día de hoy); todo esto se disuelve con la llamada movilidad social, es decir, el hecho de que alguien pueda desembarazarse de una casta o una clase social para sumarse a otra nueva, con mayores privilegios y otras tantas garantías. Hoy en día podemos escoger quedarnos y sumarnos en un capital cultural o en cualquier otro porque, seamos sinceros, los rasgos culturales hegemónicos norman la vida de todos pero no limitan la de ninguno, ¿verdad? Y si es así, ¿qué podemos esperar sino meternos en esa carrerilla insinuada, de progresía ad nauseam, queriendo lo mejor para nosotros y los nuestros?

 

Parasite, la película de Bong Joon-Ho, nos habla directamente a nosotros y sospecho que a gran parte del mal llamado tercer mundo, a la colonia, a los países, repúblicas, monarquías, protectorados y federaciones que malvivieron a la sombra de la colonia, la explotación extranjera o el saqueo sin disfraces. Es hija de caracteres que nos dialogan desde una explotación histórica, que se transfigura según la necesidad de quien habla y ve, buscando reflejar en dilemas más bien universales que se desprenden de la sociedad mononormativa que, mal que nos pese, habitamos de una forma u otra todos. Y a todos nos cabe el sayo; pensarla una película coreana con valores coreanos es engañarse en creer todavía en caracteres distintivos, en culturas por cada país del mundo, sin comprender que la globalización nos lavó la cara a todos y que el postcapitalismo que habitamos nos pinta a todos con la misma pátina de barniz por encima.

La película arranca presentándonos un dilema que cae por si solo y que cualquier persona que haya visto cine argentino sabe reconocer; la familia que habita un mismo techo por necesidad, precarizada hasta rayar lo ridículo, sobreviviendo gracias a los favores ajenos y a mucho trabajo duro, vacuo y sin recompensa alguna. Ellos son casi un solo personaje, moviéndose como una constelación y cumpliendo con diferentes funciones según lo necesite el organismo común que generan. Y hete aquí que por alguna que otra tiranía del destino, uno de ellos termina teniendo un empleo como tutor de la hija mayor de una familia extremadamente rica, una familia que vive aislada del resto de la sociedad (como casi todos los adinerados hoy día). Lo que sigue es una serie de sucesiones que empiezan en la humorada y terminan en el reconocimiento de la astucia; los trabajos que cada miembro de la familia necesita y puede hacer son “dibujados” por la familia pobre a fines de que la familia adinerada le asegure la supervivencia y, de ser posible, la movilidad social que hablamos antes.

 

Acá hay un signo de los tiempos; los pobres saben leer y ver a los otros, encontrar la necesidad y las grietas de un sistema que los excluye encogiéndose de hombros. No hay nada en contra de la familia pobre, sólo les ha tocado ser pobres y, como tales, la astucia es su único recurso, el único bien al que pueden apelar para sobrevivir en un entorno que no parece tan hostil como en realidad es. Y lo es cuando, de generar oportunidades, la familia pobre ataca el trabajo ajeno para poder ocupar no sólo puestos de trabajo, sino sitios desde donde ejercer el mínimo poder que el contexto avala. Esto pasa desde la influencia que los personajes pobres tienen en la familia rica hasta los manejes que hacen para que la charada permanezca en pie.

 

Y aquí es donde el asunto se vuelve primordial y difícil. Porque si la trama fuese solo ésta, la película no distaría demasiado de la historia de una comedia de enriedos o un sainete criollo que podemos encontrar en Volver o algún escenario de teatro nuestro. El contraste aparece cuando el recurso es escaso; no existe una crítica a los ricos por ser ricos, sino una crítica rotunda por su ignorancia, su inocencia de gente que tiene resuelta todas las necesidades, su privilegio que los anula de ser desamparados por completo. Como los Eloi de H.G. Wells, son seres inocentes, bellos, estúpidos y en gran medida, carentes de empatía. Los pobres, en cambio, deben construir un lugar a fuerza de golpes, frustraciones, engaños, flirteos, evaluación de daños y perjuicios. Y es en los iguales donde vemos el contraste doloroso: ¿hay lugar para la conciencia de clase en esta isla desierta llamada postcapitalismo, donde cada vez quedan menos árboles frutales y abundan más las personas? ¿Quién determina la redistribución? ¿Existe la posibilidad de pensar en justicia o retribución cuando las líneas de salida en esta carrera que se llama vida están tan distantes unas de las otras?

Parasite es hermosa porque, precisamente, es un relato universal de la competencia, la precarización y la necesidad de supervivencia que sólo aquellas vidas que brotan y crecen al margen pueden comprender. Hay elementos simbólicos de peso significativo; la piedra que le regala el amigo del hijo de la familia pobre, cuyo misterio atractor de riqueza ejerce una influencia propia sobre el chico y la familia, pero también la simetría orquestada por los arquitectos en la casa de los ricos con el contraste suburbano y mal preparado de los pobres. Una lluvia monzónica puede poner en perspectiva cómo los privilegios de algunos permiten disfrutar de un fenómeno que, a muchos otros, los puede dejar en la ruina.

 

Este film es disfrutable de pe a pa y no debe ser visto como un retrato realista de la sociedad surcoreana; lo aclaro después de haber leído la reseña de Ángel Faretta donde señala este detalle como un engaño vil y ruin, casi olvidándose de que estamos hablando del terreno de la ficción y que habitamos el siglo XXI. El cine como este no es documental, es de denuncia y reflexión, es de crítica y de puesta en común para temas que todos conversamos o que no queremos llevar más allá de la observación breve y superficial. Quizás la incomodidad y el disconfort de aprehender hechos sólidos como una piedra, pero que nos llevan a pensar en que somos cómplices silenciosos de un orden social que está inherentemente mal, sea el mayor logro de esta obra. Y, como tal, hay que verla estando dispuestos a oler un rato aromas que nos pueden resultar horripilantes.

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