Juego de Contrastes
IAH
en Casa Babylon
cobertura
Crónica por Luis Parodi
Fotos por Aye Soler
Tanto tiempo pasó desde la última vez que me puse este traje de cronista, que casi no sé por dónde empezar. Pero vamos a hacerlo desde afuera. Sí, desde afuera de Casa Babylon, en un Abasto vestido de feria y barbijos cuando el sol recién, recién, había ocultado su fulgor redondo.
IAH se presenta por segunda noche consecutiva en el recinto, para alegría y regocijo de los cuerpos y las mentes ávidas de una cabalgata cósmica sobre las ondas sonoras. Prolija fila de entrada, protocolo, acomodador, mesas y sillas, piso lustrado. Imposible sacudirse (al menos por el momento) la sensación de extrañeza. Tengo que confesar que por un momento parecía el célebre meme de Mark Wahlberg y su cara de desorientación ¿Un recital de rock desde una mesa? ¿Un show de Stoner sin olor a porro?
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Probamos enfocarnos en las cosas que sí tenemos como certeza: el telón todavía cerrado, el logo de IAH proyectado sobre el terciopelo, las cejas levantadas, oídos atentos cuando la musicalización de la previa pone Stop. Expectativa, tensión. Nos comemos el amague y la música incidental vuelve. La manija por sentir el sonido en vivo se incrementa.
Pasa poco tiempo hasta que, todavía detrás del cortinado, ya se sienten las primeras notas ejecutadas por humanos, en tiempo real. Luego de unos compases las telas se desplazan y la familiar sensación de contemplar una banda en pleno funcionamiento se hace carne. El trío suena, como siempre, ajustadísimo. Certero. La hipnosis en la que me sumerge su música me hace valorar qué maravillosa herramienta para la percepción sensorial (y por ende, para el arte) que es el contraste.
Las canciones de IAH se mueven entre etéreos pasajes arpegiados de aparente calma, y rugidos que te sacuden como una ola cuando te toma por sorpresa. No se terminan ahí los contrastes. Seguramente estimulado por la musicalidad, parezco encontrarlos por todas partes. En la diferencia entre la actitud relajada y los movimientos precisos del baterista, y los estados de violento trance en los que el bajista parece entrar para ejecutar su instrumento. En la actividad sísmica que los poderosos graves imponen a las relucientes tablas del piso superior de Babylon. Y claro, en la quietud del público en oposición a la estridencia de los estallidos distorsivos.
Las impresionantes visuales, que derraman sus píxeles también sobre la figura de los músicos, completan de manera casi perfecta el concepto que se está expresando desde el sonido. Pongámoslo de esta manera: si la música es el viaje, las imágenes proyectadas son mirar por la ventana. Habíamos escrito en una de las crónicas anteriores que se trataba de una banda que hace música para escuchar con los ojos cerrados. En esta ocasión, hacer eso sería perderse de mucho.
Los grooves que componen los temas van sucediéndose uno tras otro, ocasionalmente matizados por el “gracias” de rigor que desencadena una nueva oleada de aplausos. La banda repasa las composiciones de sus 3 discos, mientras salto de una mesa a otra (de las desocupadas, claro) buscando el mejor ángulo de visión. El tiempo parece hacerse líquido, se escurre. Nos toma de sorpresa el final del show, bañados por una catarata de un consistente ruido blanco que alimenta nuestras expectativas de que, tal vez, vuelvan y nos regalen uno o dos temas más.
No sucede. Con ganas de más (como siempre), nos disponemos a dejar el recinto en una salida tan prolija y ordenada que parece ensayada en un simulacro. La costanera será el escenario de las escenas de fumaradería, los debates sobre si se dice ÍAH o IÁH, los planes sobre qué hacer a continuación. No son todavía las diez de la noche, y los cuerpos y las mentes quieren continuar la cabalgata.
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